Hace frío. Mucho frío. Ayer me quedé sin comida. Me estuve debatiendo entre vestirme y comprar la cena o ayunar unas horas hasta que el día siguiente me obligara a salir. Hice una lista de pros y contras, contando las calorías que gastaría mi cuerpo para compensar el frío del exterior y las que ganaría cenando; mi conclusión era que no podría comprobarlo, moriría en el camino de vuelta a casa y usaría los últimos estertores para abrir una bolsa de macarrones e intentar comer uno sin atragantarme. No lo conseguiría.
Evidentemente todo esto es mentira. Antes de terminar el primer estornudo estaba pidiendo comida a domicilio. Ver al tipo tiritando en mi puerta me hizo sentir mejor. Sentí su odio (justificado, por otra parte) y pensé que, bueno, el tipo no tendría frío si usara unos guantes-petaca. No tendría frío en las manos y, si paraba en todos los pasos de peatones y se llevaba el dedo a la boca, tampoco lo tendría en todo el cuerpo. Es una cuestión de organizarse bien la ruta. Y, seamos realistas, cuando pido comida a domicilio no espero la excelencia; si viene destrozada porque el tipo iba borracho y se ha resbalado conduciendo por la nieve no voy a decir nada. Soy así de buena gente.
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